11 de enero de 2010

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Algunas veces en la cárcel, sientes que una leve brisa puede arrancarte algo de pelo, los dientes se te vuelven dúctiles como pasta cocida, los ojos comienzan a transformarse en canicas de algo que parece loza. Te agitas en una especie de espuma grisacea, en desesperanza. Ni siquiera te sientes morir porque quizá lo estés ya. Puede que seas un puto muerto, un puto muñeco que camina.

Esta vez un amigo me ha salvado. (No es la primera vez que lo hace.) Me puso en la pista de una sustancia que tiene la particularidad de resucitarte. Es una «droga dura», se llama Trópico de Capricornio, de Henry Miller. Se administra de un solo golpe a través de las córneas de los ojos, y como un mazazo en la testa te arranca de inmediato de la muerte, pone de nuevo tus dos patitas a correr entre los vivos, entre los Hombres Libres que saltan, que gritan, que follan; que incendian avenidas a su paso, que gozan y abarcan praderas con el pecho; que aman, sufren, sienten, lloran. Hombres libres y plenos que desnudos en cuclillas bailan, al tiempo que cacarean como pavos: ¡estoy vivo!, ¡estoy vivo!, ¡estoy vivo!

Gracias Ángel, gracias Henry.